Memento Mori, Memento Vivere

En mi escritorio hay una pequeña calavera de metal que traje de un viaje, mi propio memento mori. Cada vez que la miro, me recuerda que el tiempo avanza y que nada es eterno. Pero al lado de ella, tengo una foto de un verano con amigos, llena de risas, que me grita lo contrario: memento vivere.

Las dos oraciones parecen reflejos el uno del otro. La primera nos recuerda lo inevitable: que todos vamos a morir. La segunda, como respuesta, nos dice: recuerda vivir. Juntas, crean un diálogo silencioso, un vaivén entre el límite y la plenitud.

Memento Mori tiene raíces antiguas. Era un recordatorio en Roma y en la Edad Media para mantener la humildad y la conciencia de nuestra finitud. Es esa voz que interrumpe cuando creemos que todo es eterno: nada dura, ni nosotros.

Memento Vivere, por otro lado, no es tan antiguo ni tan mencionado. Podría decirse que surgió como una respuesta, como si alguien sintiera la necesidad de completar la ecuación. No basta con recordar la muerte: también hay que recordar la vida. Suena simple, pero en el torbellino del día a día, a menudo lo olvidamos.

Lo interesante es que, juntas, no ofrecen consuelo ni amenaza, sino una tensión. Como si Borges hubiera dicho que cada instante contiene su opuesto, que la eternidad se encuentra en lo efímero. O como Unamuno, que veía en la conciencia de la muerte no un final, sino una llama que nos impulsa a buscar sentido en el presente.

En esa unión hay un gesto de no-dualidad. La vida y la muerte no son enemigos, sino dos caras de la misma moneda. Recordar la muerte es reconocer la fragilidad que intensifica cada respiro. Recordar la vida es no quedar atrapado en la idea de que todo se acaba, sino abrirse a lo que sucede ahora, en este preciso instante.

Y entonces miro la calavera, miro la foto, y comprendo que no me están diciendo cosas opuestas. Están conversando. Una me advierte, la otra me anima. Y entre ambas se abre este momento, único y precioso.